Territorios de escucha, una breve reflexión
Un domingo por la noche, estaba sentado tratando de comenzar este texto, cuando escuché una serie de golpes provenientes de un lugar indefinido fuera del espacio de mi casa. Después de un breve descanso, otra serie, con densidad sonora creciente a lo largo del tiempo. La secuencia se repetía, con más pausas y nubes de explosiones, con ritmos variables, pero con cierta regularidad dentro de ese aparente caos. Los sonidos secos, fuertes y breves no eran de los fuegos artificiales que se disparan constantemente en los alrededores, ya que vivo al lado de un estadio de fútbol. Pude ver que no existía la tradicional secuencia de tiros que ya aprendimos a identificar los días de partido, acompañando a la afición festiva que llega del estadio al ver a su equipo, o la que se va tras una victoria.
La secuencia fue más irregular, parecía comenzar con algunos tiros dispersos y luego voleas que se espesaron en una nube de estallidos. Los timbres de los ruidos eran más secos y agudos que los de los fuegos artificiales. La estructura en que se organizaban en el tiempo era más desigual, pero había una repetición que constituía una secuencia perceptible, una forma. Sin embargo, hubo una mayor variación, lo que la distinguió de la secuencia fija de fuegos artificiales. No ocurrieron muy cerca, como pude ver por la reverberación que los acompañó. Pero tampoco lo suficientemente lejos como para permitirnos continuar con nuestras tareas domésticas sin ser molestados. Me imaginé las armas de fuego cuando recordé que vivo a una cuadra de un punto de narcotráfico o, como dicen en Brasil, una boca de fumo.
Casi a diario cruzo ese callejón angosto y largo – donde se encuentra el punto de narcotráfico – el único paso directo entre mi casa y el resto del barrio que está al otro lado del estadio de fútbol. Los sonidos que escucho a diario son los de las mujeres que viven allí hablando en la acera; de los muchachos jugando en la calle del callejón; de transeúntes que cruzan tranquilamente ese tramo. Sonidos cariñosos, signos de domesticidad, lo familiar, lo compartido. Recordé que esos disparos podrían estar ocurriendo allí mismo, donde había estado antes empujando la carriola con mi hijo de ocho meses. Pensé que podría ser una guerra entre policías y narcotraficantes, o entre facciones de narcotraficantes compitiendo por la tierra. Imaginé los disparos acompañados de destellos, provocados por la pólvora incandescente, quizás mezclando la experiencia de los fuegos artificiales con la de los disparos y, convirtiendo el horror en espectáculo. Pero el horror no nos abandona fácilmente y su presencia indefectible es corroborada de vez en cuando por los crujidos que escuchamos en las noches frías o calientes (más calientes que frías).
El sonido no es sólo un índice de un evento u objeto que lo produce. Cuando escuchamos los sonidos del mundo tejemos redes de significado que nos rodean. Esta experiencia incluye sensaciones, emociones, memoria, imaginación, razón, percepción estética, espacio, colectividad y lenguaje (quizás deberíamos decir lenguajes, ya que no se trata sólo del lenguaje hablado). Roland Barthes, en su texto A escuta (El acto de escuchar), propone una diferenciación entre escuchar y oír. Para él, oír se refiere a una capacidad fisiológica innata para ser sensible a las vibraciones del sonido. Escuchar incluye una intención: girar la oreja hacia algo y querer aprehender lo que escucha, articular significados dentro de un contexto sonoro.
Escuchar es un proceso de desciframiento y también de escritura: percepción de lo que sucede, pero también construcción de un espacio hermenéutico individual en cada situación. Es también una cartografía de relaciones, de espacios, de intensidades. JeanLuc Nancy, en su texto À escuta (Escuchando), nos dice que “escuchar es alargar el oído […] es una intensificación y una preocupación, una curiosidad y una inquietud”. Si escuchar es preocuparse, empecemos por situarnos en una situación de inquietud, de escucha. En una cultura que entiende su mundo a partir principalmente de la visión y constituye discursos llenos de metáforas visuales, la escucha parece retraída, torpe, fuera de lugar. No se trata de pensar en la capacidad de escuchar, sino en lo que implica escuchar al mundo y lo que implica cuando lo escuchamos. Al escuchar al mundo, constituimos territorios de escucha que llegamos a habitar. Se organizan a partir de conjuntos de hechos y procesos de desciframiento que buscan comprenderlos, tanto individuales como compartidos.
Un territorio de escucha no es necesariamente un espacio de lucha y definición de identidades, sino un espacio que transita tanto en ese sentido como en el establecimiento de múltiples relaciones simbólicas entre la escucha y el objeto percibido. Se trata de las formas en que nos relacionamos con nuestro mundo, tanto en términos de expresión como de percepción de nuestro entorno. La sensibilidad y capacidad de constitución de estos territorios está relacionada con el aprendizaje dentro de formas específicas de vida, así como su transformación a través de experiencias que proponen otras organizaciones de sensibilidad y pensamiento.
La dimensión subjetiva es central en la concepción del territorio de escucha, donde la manifestación intencional de coser una articulación entre los diferentes elementos que lo componen y definen un habitar (crear el propio territorio), incluye la elaboración de significados, y está condicionada, en lo mínimo en parte, por la propia historia colectiva. Hay un cruce del individuo por su cultura y su historia (por la alteridad) que se manifiesta en la expresión individual y en su relación con el espacio en la constitución de territorios.
Félix Guattari y Suely Rolnik, en su libro Micropolítica: cartografías do desejo, hablan de la constitución de la subjetividad desde lo social y su apropiación por parte del individuo, describiendo un proceso que se relaciona con la posibilidad transformadora de territorios de escucha cuando identifica lo que llama singularización. Del mismo modo, los territorios de escucha pueden ser construcciones individuales que transforman el espacio acústico dado a través de su apropiación/reconstrucción en una mezcla de sensibilidad subjetiva y pensamiento y, si se opone, resiste, muchas veces, los intentos de fijación de los territorios de escucha a través de la cultura, el pensamiento y la sensibilidad hegemónicos.
La percepción es en sí misma deudora de una estructura socio-histórico-cultural, como nos dice Umberto Eco en Obra aberta: “La percepción de un todo no es inmediata y pasiva: es un hecho de organización que se aprende, y se aprende en un contexto sociocultural.” De esta manera, escuchar no es un acto puro de percepción, aunque sólo sea porque no hay actos puros de percepción. Escuchar es transitar momentáneamente en posibilidades de tejer diferentes planos: sensación, experiencia, pensamiento, tiempo, imagen, etc.
La manipulación de los objetos lleva al niño a experimentar los sonidos de los diferentes materiales que los componen, manifestando su corporeidad a través del sonido recogido: madera, plástico, hierro (más delgado o más grueso, más maleable o más rígido). Cada material tiene un sonido característico que se despierta a partir de la interacción. Eso sí, en este caso tenemos que pensar en una polifonía compuesta por los sonidos del objeto y la superficie sobre la que se golpea o la mano que lo golpea. El niño teje parte de sus territorios de escucha a partir de su interacción física con los objetos. Aprendemos a comprender los cuerpos de las cosas, su materialidad, sus profundidades, a partir de su sonido. El sonido penetra y es penetrado por los cuerpos; los desvela, haciendo que su núcleo salga a la superficie.
La polifonía del mundo armoniza a varios seres, dejándonos escuchar estas composiciones. El viento en los árboles habla de las estaciones, los espacios geográficos, los momentos del día, las relaciones que podemos establecer con el entorno y con los seres no humanos o más que humanos. El agua de los ríos, bajando por los rápidos y rompiendo en las rocas del fondo de las cascadas, nos habla del movimiento del mundo, de la constante renovación de la vida, del fluir del tiempo. Cada interacción sonora que conforma las polifonías del mundo manifiesta seres, acciones, momentos, sentidos, fluye y constituye diversos territorios de escucha.
Así, podemos decir que escuchar es una experiencia multifacética y, aunque podemos categorizarla para intentar comprenderla, sus capas constitutivas simultáneas son múltiples. Esta es la razón por la que la escucha se convierte en un fenómeno sujeto al tiempo, sus formas y conexiones pueden expandirse, extenderse, modificarse a partir de experiencias que propongan rupturas en la sensibilidad aprendida o presentan otras formas de sensibilidad.
Buscamos aquí dibujar un pequeño mapa provisional que señale las conexiones y los flujos involucrados en los posibles territorios de escucha que articulamos en nuestras diferentes formas de vida. Son, a la vez, un conjunto de hitos que dejan abiertas rutas en líneas de fuga que pueden dibujar nuevos mapas. Las líneas y articulaciones son momentáneas, son circunstanciales, se redibujan en otras constelaciones al ritmo de movimientos de articulación/apropiación y su renovación en conexiones de elementos, fenómenos y significados diversos.
Pensamos los territorios de escucha como redes que se articulan desde múltiples fuentes: el sensorio y nuestro conocimiento sobre él; las relaciones simbólicas que establece un individuo a partir de este sensorio; los diferentes campos del saber y las distintas interpretaciones culturales del mundo y su variación histórica. Un territorio de escucha se produce en la relación entre el hombre y los seres, ya sean artificiales o naturales, en acontecimientos que se suceden en el tiempo y en diferentes lugares, tejiendo conexiones reticulares entre los elementos que intervienen y las construcciones simbólicas que allí se desarrollan, se trata de una apropiación subjetiva del espacio sonoro que lo transforma en territorio de escucha.
En Mil platôs: capitalismo e esquizofrenia – vol. 4 (Mil mesetas), Gilles Deleuze y Félix Guattari observan que el territorio se constituye a partir de la delimitación de un espacio propio que se caracteriza por las apropiaciones subjetivas de referencias, marcas y tantos otros componentes que se convierten en expresión. El territorio es “producto de una territorialización” y “hace uso de todos los medios, toma un pedazo de ellos, los agarra (aunque sigue siendo frágil frente a las intrusiones)”. El movimiento de territorialización transforma estos medios, dándoles una constancia temporal, una firma, una marca territorializadora, delimita un adentro y un afuera, que mantiene el territorio protegido del “caos” que lo rodea. Al mismo tiempo, el territorio contiene en sí mismo una apertura para la desterritorialización, su conjunción con otros flujos y ritmos que se vuelcan hacia el caos y permiten la constitución de nuevas conformaciones. El territorio es atravesado continuamente por líneas que tiran de él y lo lanzan en movimientos de desterritorialización, otras articulaciones y nuevas territorializaciones o, mejor dicho, reterritorializaciones.
Un territorio de escucha no es algo prefabricado a la espera de que un habitante lo ocupe, aunque varias prácticas culturales hegemónicas intenten fijarlo. Es algo que se constituye en el proceso mismo de habitar el espacio sonoro y transformarlo en territorio, algo que expresa un vínculo entre los datos, un espacio sonoro y los individuos que insertan sus formas de percibir, comprender y vivir en él. Los territorios de escucha son espacios que pueden constituirse contingentemente en la experiencia o ser propuestos a través de la estructuración de situaciones de escucha que solicitan procesos de desciframiento y provocan redes de sentido, como en las obras artísticas sonoras o que utilizan el sonido en su elaboración. Las obras indican caminos -desde los territorios de escucha de quienes los crean pero no los definen de manera cerrada. El individuo inserta sus pequeños “objetos”, sus hábitos, sus formas de percibir el mundo, sus aprendizajes, sus experiencias estéticas previas, etc., transformando el espacio en hogar – en territorio.
Así, el concepto de territorios de la escucha, que aquí hemos desarrollado, engloba aspectos identitarios, afectivos, simbólicos, distintos campos del saber, así como la propia sensorialidad, y propone una aproximación entre los fenómenos acústicos cotidianos (extremadamente multifacéticos y complejos) y su manifestación en obras artísticas, tanto bajo el sesgo de su creación como de su fruición.
Bibliografía
- Roland Barthes. O Óbvio e o Obtuso. Brasil, Editora Nova Fronteira, 1995.
- Jean-Luc Nancy. À Escuta. Brasil, Revista Outra Travessia, n. 15, 2013.
- Felix Guattari e Suely Rolnik. Micropolítica: cartografias do desejo. Brasil, Editora Vozes, 1996.
- Umberto Eco. Obra Aberta. Brasil, Editora Perspectiva, 1997.
- Gilles Deleuze e Félix Guattari. Mil Platôs: capitalismo e esquizofrenia. Vol. 4. Brasil, Editora 34, 2005.
Frederico Pessoa es músico y artista sonoro que desarrolla su trabajo desde la reapropiación
de diversos utensilios y su transformación en objetos estético-sonoros, como también, la recopilación de sonidos y eventos familiares para resignificarlos en piezas sonoras, trabajos audiovisuales y actuaciones multimedia. Ha escrito textos en la frontera entre la literatura y un análisis sociológico de la escucha, con el objetivo de explorar, a través de la palabra, las posibilidades de movilización que el sonido crea.
Es máster y doctor en Artes por la UFMG y forma parte del grupo de investigación ESCUTAS en la misma institución, donde trabaja como ingeniero de sonido.
Notas
Créditos imagen portada: Raúl Goycolea para Festival Tsonami 2023
Créditos imagen final: Nelsón Campos para Festival Tsonami 2020
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