Cuando en 1952 John Cage presentó ante el público de una sala de conciertos la posibilidad de escuchar el entorno sonoro circundante durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, quizá no dimensionó la trascendencia de su invitación. A más de setenta años de aquel estreno, el arte sonoro sigue cuestionándose y reflexionando sobre lo que implica la relación entre el sonido, quien lo escucha y su incidencia en el entendimiento del ser que somos, y en el que nos convertimos cada vez que escuchamos. La visita que hiciera Cage a la cámara anecoica de Harvard un año previo al estreno de 4’33’’ buscando experimentar el silencio máximo, sólo lo confrontó a la escucha de su propio cuerpo. Más allá de la conclusión de Cage de que el silencio no existe si no como una idea opuesta a la cotidiana e inescapable vivencia vibratoria del propio cuerpo, la obra en cuestión abrió los oídos y las mentes a la noción de que escuchamos no sólo con el oído, sino que hay una implicación corpo-sintiente en el proceso; es decir: al escuchar se activan las sensaciones, los pensamientos y las emociones. Más aún, la construcción de una analogía entre el silencio y un lienzo en blanco –analogía que ante Cage fue posibilitada por la exposición de Robert Rauschenberg a la que asistió en el Black Mountain College también en 1951–, le permitió poner en el centro del debate conceptual al sujeto perceptor y no ya al objeto sonoro [la que alguna vez se denominó “obra de arte”], dando así una inédita centralidad a la experiencia de la percepción sonora como problema filosófico. Desde entonces, las artes sonoras, pero también otras prácticas artísticas que se valen de la vibración en el aire –tales como el experimentalismo musical, la música electroacústica, la improvisación libre, el diseño sonoro y la exploración de diversas técnicas de captura y registro sonoro – se han volcado con entusiasmo a la provocación, la problematización y el cuestionamiento del fenómeno que denominamos “escuchar”.
No me interesa aquí desarrollar un debate de lo que distingue al arte sonoro de las otras expresiones antes mencionadas y que también trabajan con el sonido (excluyendo la obvia referencia a la categoría “música”). Lo que me interesa proponer es que el trabajo con el sonido que tales búsquedas estéticas han desarrollado en el último siglo –con un canon propio de autores que incluye nombres como el mismo Cage, Theodor Adorno, Pauline Oliveros, Hildegard Westerkamp, Pierre Schaeffer, Jacob Kirkegaard– nos han llevado a entender que la percepción sonora es más que un fenómeno auditivo (entendiéndolo en su dimensión fisiológica y cognitiva). Más allá de ello, la vivencia de lo sonoro es corporal, socio-cultural, intersubjetiva, históricamente situada, cruzada por ideologías, en fin, es incluso política.
La experiencia del sonido incide sobre la vivencia del tiempo y del espacio (el arquitectónico y el íntimo; el individual y el compartido), y por tanto incide en nuestra percepción de las relaciones de proximidad y la percepción de las dimensiones. Las artes sonoras han aprovechado este principio y lo han usado para explorar más sobre la experiencia aural. Espacios arquitectónicos altamente resonantes, vibraciones infrasónicas, la mecánica y la electricidad, los sonidos de la naturaleza y sus criaturas, han atraído la atención de los artistas sonoros para crear instalaciones sonoras, amplificaciones y transducciones variopintas que hacen visibles los sonidos (por ejemplo, los trazos de arena que dejan distintos patrones de resonancias sobre lisas superficies), o que hacen audible lo microsónico [escuchar por ejemplo, el giro de una flor que sigue a la luz del sol (ver Raúl Romero) o la consciencia del poder del sonido como fuerza vital].
En tanto, el trabajo con el ruido y el silencio pone en evidencia el tipo de condicionamientos sociales y convenciones a las que de manera subconsciente recurrimos para interpretar, nombrar y valorar lo sonoro. El tratamiento estético del ruido y del silencio nos confronta a nosotros mismos, a nuestros cuerpos y a cómo hemos aprendido a usarlos, nos contrapone a nuestros gustos y disgustos, a nuestras expectativas, a nuestras ansiedades y emociones.
Las artes sonoras han logrado modificar percepciones generalizadas de lo que es el sonido, de lo que [nos]ocurre cuando escuchamos, y de cómo nuestra relación con los sonidos nos permite construir una idea del mundo y de quienes somos en él, y de cómo estamos interconectados con otros [y lo otro] que lo habita. Del ruidismo de Luigi Russolo, al aleatorismo de Duchamp (Erratum Musical), Stockhausen (Hymnen 1967), pasando por Kagel y Boulez, hasta la noción de “obra abierta”, la certeza de que “la música está en nosotros” ya ha quedado instalada y propone una serie de preguntas que plantean problemas filosóficos. Uno de ellos atañe a los modos en como a la co-acción entre el “entorno sonoro” y “yo” remece arraigadas ideas sobre modos de existir y de consciencia transitoria que sólo el acto de escucha desencadena.
Sonido/escucha y el paradigma cartesiano
El arte sonoro –igual que expresiones sonoras afines– trabaja con una serie de principios que, en el orden de lo estético, lo físico, lo técnico y lo conceptual ha propuesto experiencias, paradojas, acertijos e ilusiones perceptuales que cuestionan el paradigma cartesiano. Entre otras implicaciones importantes, este paradigma asume un entorno que existe de manera autónoma al sujeto que lo percibe y supone, por ende, una disyunción absoluta entre el objeto y sujeto. Lo anterior contrasta con otros modelos de conocimiento tales como el paradigma “holístico” o de pensamiento complejo, o bien el fenomenológico-vivencial.
Como señalaba arriba, las artes sonoras han llevado a cuestionar los marcos epistemológicos del evento acústico, antaño entendido sólo en su dimensión física y que según la lógica cartesiana viaja de una fuente emisora a un medio transmisor y llega a un receptor. Dicho de otro modo, el tratamiento estético del sonido en las últimas décadas ha abierto posibilidades para reformular nuestras ideas sobre una supuesta oposición entre “afuera” y “adentro” en el acto perceptual.
Más allá de si acaso hay o no una fuente emisora que vibra en el entorno (es decir, en un supuesto “afuera”), esa vibración no puede aparecer ante la consciencia si no a partir de la experiencia corporal que la hace materia y consciencia. Y eso ocurre tanto en el acto de escuchar como en el de nombrar lo que escuchamos. Es decir, hemos aprendido a nombrar “sonido” a un conjunto de procedimientos corporales y cognitivos mediante los cuales conocemos una versión de nuestra consciencia que se despliega en co-acción con el fenómeno que nombramos “vibración” (en el medio y en nosotros) y que nos permite ser y conocer-nos (a una misma, y a les otres) en ese decurso. Como lo indica Rossana Lara: “Desde un punto de vista fenomenológico y desde un punto de vista histórico, ‘sonido’ es la nominación de una abstracción epistémica conceptual construida a través de dispositivos e instrumentos (culturales) de observación, abstracción y traducción de un tipo de fenómeno vibratorio” (Lara 2022).
El arte sonoro se vale de la convicción de que no sólo se escucha con el oído, si no con el cuerpo todo y que la escucha es un fenómeno en que se cruzan todos los sentidos. Así pues, ahora sabemos que la primera inscripción del sonido ocurre siempre en el cuerpo y sólo en esa experiencia corporal el fenómeno sonoro se verifica. De manera subsecuente, incluso en ausencia del fenómeno acústico, puede comprobarse un tipo de escucha que mediante neuro-transmisores, replica la experiencia neuronal ya antes in-corporada; es decir, hecha cuerpo, inscrita en y a través de los sentidos. Y además de ser sensación, la escucha también es emoción, pues el sonido y sus características se manifiestan como una fuerza física táctil, pero también evocadora de las memorias y emociones fijadas en el momento de la escucha primordial.
Tenemos así que la escucha es un evento que desdibuja la frontera entre sujeto y objeto. Además, al ocurrir, la escucha plantea problemas complejos de la organización de todo sistema y sus partes, (materiales, simbólicas, culturales, tecnológicas, históricas etc.), y hace que ante nuestra consciencia los seres y las cosas aparezcan en su multidimensionalidad. Así lo parecía intuir Pierre Schaffer en su Tratado de los Objetos Musicales (1988) cuando propuso la existencia de lo que denominó los “tres modos de escucha”, a saber: causal (que busca el origen del sonido, su fuente acústica), semántica (que pide el significado simbólico del sonido y nos mueve a ideas o acciones) y reducida (la que requiere mayor “grado de atención”, pues disecta y analiza los componentes del sonido). Posteriormente, David Sonnenschein (2001) añadió una cuarta que denominó “referencial” (aquella que conecta la percepción del sonido con sus afectaciones psico-emocionales). Más recientemente, la medida en que la percepción del sonido responde o no a distintos niveles de atención o a una supuesta “escucha experta”–especialmente cuando en la actualidad los sonidos están “por todas partes” y nos hacen vibrar incluso sin que lo notemos– ha sido cuestionada por Anahit Kassabian (2013), quien añade al entendimiento de la complejidad de la escucha un nuevo elemento: el de la ubicuidad y naturaleza incesante de los sonidos que evidencian la intervinculación entre distintos sistemas, materiales, y/o entidades, conectando así nuestras “subjetividades distribuidas” en el tiempo/espacio. “Humanos, instituciones, máquinas y moléculas somos todos nodos en una misma red, nodos de diferentes densidades (xxv).
Sin embargo, no sólo las artes sonoras o el tratamiento estético del sonido nos han llevado a estas nuevas maneras de conceptualizar el fenómeno sonido/escucha. El denominado “giro sensorial” en las ciencias sociales y las humanidades, también ha hecho significativos aportes a los nuevos marcos epistemológicos de lo que significa “escuchar”.
Comunidades sensoriales
Pese a haber defendido hasta ahora que las artes sonoras han contribuido a reeducar la escucha, no está de más reconocer que no sería posible hablar de una supuesta “escucha” como un fenómeno generalizable y disociado de comunidades específicas. Por el contrario, la práctica cultural que es el escuchar es una forma de disciplinamiento sensorial que adquiere forma en la cultura, la historia y la sociedad (Leppert 2004). Como indica Dan Scott (2017), “no se trata de un proceso “atomista”, si no más bien de “un intercambio holístico entre quienes escuchan y el contexto socio-cultural que se despliega y gracias al cual la escucha es posible” (3). Bajo esta premisa es que la escucha puede desarrollarse de manera específica gracias a distintos quehaceres cotidianos y en el seno de comunidades de praxis específicas.
De tal suerte, el músico-instrumentista aprende a construir con distintas partes de su cuerpo ideales sonoros que quedaron impregnados en su memoria aural gracias a vivencias multi-sensoriales previas. Tales ideales no son sino metáforas y analogías de experiencias –sobre todo gustativas, visuales y táctiles– cuya impronta y sentidos ha aprendido a cruzar. En la búsqueda de la presión perfecta que debe ejercer con sus labios, sus dedos o sus pies, modifica la materia del aire, de su instrumento o de su voz para producir sonidos que ha aprendido a llamar “brillantes”, “opacos”, “robustos”, “tiernos”, “dulces”, “ásperos”, “penetrantes” o “llanos” y que al sonar ya han adquirido un sentido propio. En esta miríada de repertorios corporales, la cantante o intérprete musical persigue timbres que conoce, reconoce o descubre cada vez que se encuentra y es con su instrumento.
Por otro lado, señala Jonathan Sterne (2001), el médico aprendió a auscultar el cuerpo de una persona recurriendo al estetoscopio. Tal avance técnico permitió a la medicina el desarrollo de una sensibilidad aural con fines diagnósticos. Para esta modalidad de escucha, en cada señal sonora hay un signo que puede ser indicio de algún padecimiento: la periodicidad errática de un latido, el paso del aire por la tráquea, los retruécanos del intestino.
Por su parte, la psicoanalista escucha palabras cuyo contenido semántico permite a quien las enuncia configurar símbolos co-dependientes a respuestas afectivas y que dan paso a relatos de vida. Así, la terapeuta busca indicios de la impronta que los sonidos de las palabras dejan en el cuerpo y psique de sus analizados.
De manera análoga, el ingeniero acústico busca interferencias, cancelaciones y superposiciones de vibraciones provenientes de fuentes diversas. En sus capturas da seguimiento a patrones de resonancias que pueden ser alterados, desviados o mitigados. Su escucha es distinta a la del diseñador de audio que busca el potencial creativo en cada timbre. Valiéndose de tecnologías digitales y generadores eléctricos, modifica nuestros aprendizajes de lo que suponemos “natural” en el fenómeno acústico y nos ofrece experiencias inéditas, que nos invitan a imaginar sonidos que nunca hemos escuchado ni escucharemos (el movimiento de los planetas, el burbujeo del magma en el centro de la tierra, el rugido de un dinosaurio).
Los ornitólogos escuchan, sin duda alguna, las voces de las aves. Pero no sólo eso. Escuchan y aprenden a discernir el aleteo de cada especie. En su oído entrenado se va codificando la actividad acústica que les permitirá inferir densidades poblacionales, entonaciones que promueven determinadas acciones individuales y colectivas, horarios de actividades. Saben escuchar la diferencia que hay cuando el viento, o un ave, pasa por un roble, un álamo o un carrizal. Si bien recuerdan los modos de escucha propuestos por Schaffer, estas “modalidades de escucha” también los expenden. Son todas formas de generar conocimiento y de usar el conocimiento adquirido en la vivencia de la escucha. Están cruzadas por las praxis cotidianas, por los saberes de los oficios en culturas, historias y sociedades específicas.
Como se puede apreciar, la escucha es un fenómeno complejo, incesante y ubicuo. Lo hecho por las artes del sonido es encomiable, por cuanto logran desmarginalizar a las artes en el debate epistemológico en torno a la escucha, pero sigue siendo necesario que las artes dialoguen mucho más con las ciencias sociales y las humanidades, así como también con las ciencias de la tierra, las ciencias neuronales, las ciencias de la complejidad, la inteligencia artificial y tantos otros campos del conocimiento que están ávidos de escuchar y reflexionar sobre las perspectivas que aún no conocen. Después de todo, y como el mismo John Cage dijo alguna vez, “Nadie puede tener una idea, a menos que comience a escuchar de verdad”.
Referencias
- Kassabian, Anahit. (2013). Ubiquitous Listening: Affect, Attention, and Distributed Subjectivity. University of California Press.
- Lara, Rossana. (2021) “Ecologías sonoras” Charla impartida en Neurotalk: Diplomado en Artes, Neurociencias, Arte Cultura UNAM, del programa de Arte, Ciencias y Tecnología. Jimena Gonzlaez Grandón y Jesús Ramírez Bermúdez (coords.). https://www.youtube.com/watch?v=oA6wbvHFGGM&ab_channel=ProgramaACT
- Leppert, Richard. (2004). “The social discipline of listening.” En Drobnick, J. (Ed.) Aural cultures. Yyz Books.YYZ Books and Walter Phillips Gallery Editions. pp. 18-35.
- Schaeffer, Pierre (1988). Tratado de los objetos musicales. Madrid: Alianza Editorial.
- Scott-Cumming, D. (2017). The Listening Artist: On Listening as an Artistic Practice beyond Sound Art (Doctoral dissertation, University of the Arts London).
- Sonnenschein, David. (2001). Sound Design. The expressive Power of Music, Voice, and Sound Effects in Cinema. Seattle: Michael Wiese Productions.
- Sterne, Jonathan. (2001). Mediate auscultation, the stethoscope, and the “Autopsy of the Living”: medicine’s acoustic culture. Journal of Medical Humanities, 22: 115-136.
- Soler, Yezid. (2021) ABC del pensamiento complejo: en Homenaje a los 10º años ed Edgar Morin. Ebook- ISBN: 978-958-53560-1-6, https://paradigmadescartesiano.blogspot.com/
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